Cure: X de nihilismo
Por Alejandro Reys
El 11 de mayo de 2001 Kiyoshi Kurosawa estrenaba por primera vez una película en el festival de Cannes. Incluida en la categoría Un certain regard, Pulse (Kairo, 2001) le otorgó al director, además de la visibilización internacional definitiva, el mote de “padrino del j-horror”. Pero también se convirtió en el pináculo de popularidad de un segmento particular de su filmografía, un período de casi una década que culminaría unos años después con Crímenes oscuros (Sakebi, 2006). El período más prolífico de su carrera, que dio como resultado quince películas y cinco cortos en apenas nueve años. Un período signado por intereses temáticos y estilísticos muy particulares, en el cual Kurosawa experimenta casi exclusivamente con diversas combinaciones entre el drama, el terror y el policial. Un período que contempla los miedos y conflictos de la sociedad japonesa del cambio de milenio a través de una lente profundamente pesimista. Un período que había comenzado cuatro años antes, con una película que ya condensaba todos estos intereses: Cure (1997).
Kenichi Takabe (Kôji Yakusho), un detective agobiado por la responsabilidad de cuidar de su esposa, víctima de una enfermedad que le afecta la memoria, debe investigar una serie de grotescos asesinatos. Estos poseen un distintivo rasgo en común: aunque difieren tanto en causas de muerte como en homicidas, quienes siempre se encuentran en la escena del crimen sin poder recordar sus actos, los cuerpos invariablemente presentan dos grandes cortes sobre la garganta, formando una X. El hecho de que este dato es conocido solo por la policía, lleva a Takabe a elaborar la improbable teoría de que el accionar de las personas que cometen los crímenes está siendo inducido por alguien más mediante hipnosis. Tras encontrar en un misterioso ex estudiante de psicología, Kunio Mamiya (Masato Hagiwara), una conexión entre todos los casos, se establece entre ambos un complejo juego del gato y el ratón. Pero, al igual que en otras películas del director como Bright Future (Akarui mirai, 2002) o la mencionada Crímenes oscuros, este planteo de policial que se presenta inicialmente dará eventualmente un giro de tono. En una dirección siniestra.
Existe algo profundamente perturbador en el cine de Kurosawa de este período, que no pasa exclusivamente por las temáticas que aborda, sino en gran parte por la forma en que construye los espacios. A pesar de rodar mayormente en Tokio, la ciudad con más habitantes del planeta, retrata habitualmente un panorama devastador. Sus personajes se desplazan por calles desiertas y espacios públicos desolados. Se mueven entre áreas periféricas venidas a menos, desarrollos inmobiliarios a medio hacer y zonas industriales suburbanas que muchas veces recuerdan a El desierto rojo (Deserto rosso, 1964) de Antonioni. Pero muestra, además, una especial predilección por los edificios abandonados y derruidos. Espacios donde la maquinaria obsoleta convive con pilas de escombros y charcos formados por la lluvia que se cuela por los techos. Una realidad que no resultaba tan ajena en el Japón de mediados y finales de los ‘90, donde el proceso de desindustrialización, producto entre otras cosas de las nuevas tecnologías, confluyó con una fuerte crisis económica. Estos edificios, muchas veces centrales desde un primer momento o vinculados a las resoluciones de las tramas, como en el caso de Cure, se vuelven protagonistas. Moribundos, vacantes, vaciados de actividad, también lo están de humanidad. Y donde lo humano se retrae, se cuela lo fantasmático.
Las apariciones fantasmales y la memoria son dos de los temas recurrentes preferidos de Kurosawa, comúnmente vinculados entre sí en sus películas; pero siempre con una lectura muy particular. Por un lado, sus fantasmas se desvían de las representaciones que el cine suele asignarles. A simple vista parecen personas normales, solo delatados eventualmente por sus movimientos, la forma en que la luz les incide o alguna particularidad fuera de lo común. Pero, además, no suelen tener intenciones siniestras para con los vivos. Su propósito por lo general es mucho más parco: mostrarles la realidad, sea esta desconocida o se encuentre oculta dentro de algún recuerdo reprimido. Los fantasmas de Kurosawa simbolizan los temores, deseos y presiones de la sociedad recayendo sobre los individuos. Habitualmente, con resultados devastadores; no por su propio accionar, sino por cómo las personas actúan ante estas nuevas verdades develadas. La memoria, por otra parte, constituye la contracara de esto. Entendida como algo dañino, su ausencia muchas veces protege a los personajes de la realidad. La no aceptación del pasado, de la pérdida, de las propias acciones, les otorga una relativa (y frágil) calma. Ambos aspectos confluyen en Cure. La cuestión de la memoria es discutida expresamente desde la primera escena y absolutamente todos los personajes evidencian su falta o distorsión en algún momento. La capacidad de olvidar (o de recordar los hechos de distinta forma) es hasta cierto punto lo que mantiene el entramado social.
Podría pensarse que Mamiya, por su parte, ocupa el rol de la presencia fantasmal, que parece surgir de la nada en medio de una playa desierta y posee habilidades de persuasión casi paranormales. Sea el machismo o el excesivo apego a las normas, revela a quienes pronto se convertirán en asesinos aquello que no soportan o desprecian de la sociedad, quienes lo ven personificado en sus víctimas. No es casual que estas sean marcadas con una X, una letra que no existe como tal en el lenguaje japonés, pero sí cómo símbolo: el batsu (o cruz), en oposición al maru (o círculo), indica aquello que es incorrecto o está prohibido, pero también puede significar penalidad o castigo.
Tras el éxito de El silencio de los inocentes (The Silence of the Lambs, 1991) y la popularidad de Pecados capitales (Se7en, 1995), la segunda mitad de los ‘90 vivió una explosión de películas sobre asesinos seriales. Desde su premisa, Cure podría haberse convertido en una más dentro de esta oleada. Pero, en las manos de Kurosawa y atravesada por la idiosincrasia nipona, se convierte en algo mucho más complejo. Con ella el director inicia un segmento particular de su filmografía, en el cual el terror, de maneras más o menos evidentes, se encuentra constantemente presente. Pero se trata de un terror poco común, un terror que no echa mano a ninguno de los recursos más habituales del género. Ni jumpscares, ni violencia excesivamente gráfica, ni criaturas grotescas. Un terror que busca mucho menos el impacto, pero resulta mucho más pernicioso. El terror de una realidad deprimente, que nunca otorga siquiera el alivio de un final trágico o shockeante; que muchas veces, incluso, no otorga siquiera respuestas. Un terror que se basa, precisamente, en la noción de que todo termina, sin que necesariamente tenga que haber grandes revelaciones, ni motivos elevados, ni satisfacciones finales. Un terror que propone que nada, ni los vínculos, ni las metas y deseos personales, ni los códigos morales que sostienen la sociedad, importa realmente demasiado. Porque, en definitiva, de las muchas dolencias que corroen la vida cotidiana, el tiempo es la única para la cual no existe realmente una cura.

– Acá pueden ver los textos de todos los alumnos del Laboratorio de Críticas –