Vitalina Varela: El cine de la paciencia
Por Martín Vivas
En la historia del cine existen innumerables ejemplos de directores que han caminado a contramano de los condicionamientos impuestos por la industria, la época y el lugar donde desarrollaron su actividad. Así, estos cineastas demostraron que es posible filmar de acuerdo a otros patrones estéticos y técnicos, alejados de los cánones comerciales, logrando obras únicas y configurando un modelo a seguir para incipientes autores. Desde principios del siglo, uno de los abanderados de esta búsqueda es el portugués Pedro Costa.
El Cuarto de Vanda (No Quarto da Vanda, 2000) definió el comienzo de una serie de largometrajes que tienen como eje el barrio lisboeta de Fontainhas, un personaje más dentro de su cine, y los padecimientos de sus habitantes, entre los que se cuentan los generados por el colonialismo y la condición de inmigrante, el desarraigo y la pérdida de fe. Más tarde, con Juventud en Marcha (Juventude em Marcha, 2006) y Caballo Dinero (Calvalo Dinheiro, 2014) se consolida el estilo de Costa, destacándolo como un autor, esto es, que sus películas deben (pueden) ser entendidas como un corpus que refleja su personalidad y la visión que el mismo tiene de la realidad, y de como la aborda.
La obra cumbre del cineasta portugués es su séptimo largometraje, Vitalina Varela (2019), film que agota su itinerario por el momento. La misma cuenta la historia de una mujer procedente de Cabo Verde, que arriba a Lisboa tres días luego del funeral de su marido. Vitalina debe dialogar con esa ausencia, un fantasma que define su presente. Si en las anteriores películas uno de los temas era el duelo por la pérdida del hogar, ahora es el luto por una persona concreta.
El director viene trabajando con los habitantes de Fontainhas hace aproximadamente 25 años, desde Huesos (Ossos, 1997). Allí vemos por primera vez a Vanda Duarte, quien seguirá apareciendo en sus próximos films. No se trata de una profesional. Tampoco lo son el genial Ventura o la mismísima Vitalina Varela. Sin embargo, todos se convierten en actores o actrices en la obra de Costa, quien los hace emerger de las sombras, para que cuenten su historia y la de su país. Les da rostro y voz a los desplazados, logrando de alguna manera su vindicación. Este es uno de los sentidos políticos de la filmografía del portugués.
En una entrevista, el cineasta señala que su deseo es templado por el de los protagonistas. Se da una especie de balance durante el rodaje. Ambas partes están en búsqueda de algo, y las películas son su resultado. Ello constituye un riesgo ya que no son sólo sus ideas las que vemos en la pantalla. Además, Costa se involucró tanto con el lugar que se convirtió en parte de su vida. En otro reportaje Vitalina señala el afecto, la ayuda y el cuidado que le ha brindado el director. Se emociona y cuenta que al llegar a Portugal no tenía documentos ni trabajo. Además, que fue operada gracias a su intervención.
En Vitalina Varela, el autor confirma que ha abandonado hace tiempo el docuficción. De hecho, podemos debatir si algún largometraje de Costa puede ser catalogado como tal. Es que aún filmando a los reales protagonistas contando sus propias historias, el portugués los coloca de una manera distinta frente a la cámara. Esa es la principal capacidad del cineasta. La introvertida Vitalina susurra sus textos, le duelen sus sentimientos puestos en palabras, las mismas que ella ha dictado. Cuenta sus vivencias y sensaciones, se auto-exorciza y Costa les da un marco, una nueva entidad.
La noche constituye el escenario ideal para que entren y salgan los personajes. Un plano arquetípico del director se conforma de una mayor parte de sombra y una luz que alumbra un sector específico, en interiores o exteriores menesterosos. Según el autor, la oscuridad es la más adecuada para pensar y, en definitiva, para filmar. Sus films han sido tildados de ser un Rembrandt en movimiento. Para los que creemos que el cine constituye un arte muy distinto de la pintura, esta afirmación tiene poco asidero, ya sea que se manifieste en relación a la obra del portugués o a la del sueco Roy Andersson. Que un encuadre sea fijo no alcanza, siquiera para que determinadas películas sean entendidas como “teatrales”.
La cámara digital es la principal aliada de Costa. Pese a que ha sido acusado de que este tipo de filmación es más simple, el cineasta no deja de señalar que es igual de difícil que filmar con otro instrumental, a veces incluso más complicado. Pero visiblemente esto le resolvió el problema al director, sabiendo que no podía llevar mucho material al ya extinto y peligroso Fontainhas, lugar que se convirtió en su estudio cinematográfico. Tampoco es mucho el personal que lo acompaña durante el rodaje, son cuatro o cinco en total. El bajísimo presupuesto con el que cuenta el portugués para cada uno de sus films determina cuestiones acerca de su economía.
Vitalina Varela es un retrato mininimalista, despojado de lo que sobra, reducido a lo elemental, una cavilación existencial sobre el abandono, la condición de la mujer y la espiritualidad. La ausencia de música es una constante, a veces se escucha algún ritmo de fondo que se mezcla con el rumor del barrio. Los diálogos son exiguos y casi siempre conforman monólogos que arrojan los protagonistas. Pero mucho más dice la acción contada a través de las imágenes. Así, en el comienzo, varios hombres limpian la casa y queman elementos personales del fallecido antes de la llegada de Vitalina, que hace su primera entrada como una figura umbrática en el marco de la puerta del avión. Luego Costa nos muestra sus maltrechos pies descendiendo por la escalera de la aeronave, sobre aquellos se pueden ver algunas gotas que no son más que lágrimas soltadas por la traicionada Vitalina.
A pesar de esta amarga apertura, hacia el final de la película hay mucha luz. La escena del cementerio muestra a Vitalina, junto a Ventura, visitando la tumba de su marido durante el día. Luego los hombres reparan el techo de la casa a pleno sol. La secuencia última se agota con un recuerdo de Cabo Verde. Allí se la ve a Vitalina y a su marido construyendo con dedicación su hogar. Hay tiempo para alguna sonrisa, es una evocación dichosa. Costa no se manifiesta muy a favor de este remate, pero declara que Vitalina merecía este desenlace, es el regalo del portugués como forma de agradecimiento. Quienes interpretan a los personajes son los propios hijos de Vitalina.
Vitalina Varela es sobre todas las cosas un film que se ha hecho con el pulso necesario. El director señala que el cine se ha convertido en enemigo del tiempo, la espontaneidad es peligrosa y tiene como resultado mayormente películas adversas, ya no se piensa porque hay urgencias que atender. Argumenta que no se puede conocer a un actor o actriz en pocos días, a veces se requieren meses. Lograr esa intimidad puede ser un arduo trabajo, y sugiere dejar el cuerpo cuando se filma, lo que no puede ser algo disfrutable. Todo esto no es simple de conquistar, es algo por lo que Costa y compañía vienen luchando hace bastantes años. Luego vendrá el problema de la distribución, las premiaciones y si la gente llega a ver sus películas. Pero lo que importa primero es ese quehacer del cine, todo el proceso, este es el otro sentido político de su cine. Un discurrir democrático y solidario, donde las jerarquías se desvanecen, inspirado en las formas de trabajo de Warhol y Godard, pero sin dejar de abrevar en clásicos como Bresson o Mizoguchi.

– Acá pueden ver los textos de todos los alumnos del Laboratorio de Críticas –