
Bela Lugosi está muerto: cuando el mito del vampiro se reinventa Por Martín Vecchio

Si le pidiera a una persona que describa a un vampiro, lo más probable es que la imagen que se venga a la mente sea la de una criatura inmortal que se alimenta de la sangre de sus víctimas y, en ocasiones, las transforma en un monstruo de iguales características. También es posible que se mencionen sus colmillos, el hecho de que suele vestirse de negro y que, para matarlo, se deba exponerlo al sol, clavarle una estaca en el corazón o cortarle la cabeza. Este arquetipo es una amalgama de diferentes películas, escritos e historias folclóricas que, a lo largo de los siglos, han moldeado la imagen que se suele tener de estos seres mitológicos.
Mucho antes de “Drácula” (1897), de Bram Stoker, y sus dos primeras adaptaciones cinematográficas —la no oficial Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922), de F. W. Murnau, y la oficial Drácula (Dracula, 1931), de Tod Browning—, existieron leyendas provenientes de Europa del Este, personajes históricos y reportes médicos que alimentaron la creencia en los vampiros. En la literatura gótica también existen antecedentes: “El vampiro” (1819), de John Polidori, y “Carmilla”, de Sheridan Le Fanu, no solo fueron publicados antes de la novela de Stoker, sino que también influyeron en su creación.
Sin embargo, gracias a su impacto en la gran pantalla, fue el conde de Transilvania el personaje que quedó marcado a fuego en la historia del cine. No importa si tiene la cara de Bela Lugosi, Christopher Lee o Gary Oldman; este personaje ha trascendido en el tiempo y se ha convertido en sinónimo de esta criatura mitológica en el cine. Pero, a pesar de sus innumerables apariciones en pantalla y su impacto en la cultura popular, no todos los vampiros son Drácula.
Más allá del arquetipo y del influjo del personaje creado por Bram Stoker, el vampirismo ha adoptado múltiples formas en el cine. En muchos casos, lejos de los colmillos, las capas y la representación tradicional, estas criaturas sirven como punto de partida para explorar la codependencia, la enfermedad, la adicción o incluso la pérdida de la humanidad.
Del castillo a la ciudad
Cuando Bram Stoker imaginó a su conde viajando desde Transilvania a Londres, no solo lo trasladó al corazón del mundo moderno, sino que también anticipó su destino. Para el vampiro, la ciudad dejó de ser un escenario de conquista y se transformó en un ecosistema natural para las criaturas de la noche. Los nuevos vampiros ya no se ocultan en castillos, sino en lofts, túneles, hoteles o departamentos idénticos a los de cualquiera. Su anonimato no se consigue por la oscuridad, sino por la capacidad de mimetizarse con el mundo que los rodea.
En El ansia (The Hunger, 1983), Miriam (Catherine Deneuve) y John (David Bowie) viven su rutina inmortal en medio de la sofisticación neoyorquina. Tony Scott sustituye el castillo por un loft donde el lujo y el encierro conviven. La eternidad, más que un privilegio, se vuelve una condena que los obliga a permanecer entre vitrinas, rodeados de objetos y recuerdos. El anonimato, antes refugio del vampiro, se transforma en una forma de aislamiento.
Por el contrario, la Nueva York que Abel Ferrara muestra en Adicción (The Addiction, 1995) aparece degradada y hostil. Antes de ser convertida, Kathleen (Lily Taylor) lleva una vida predecible entre la universidad y su departamento, casi sin contacto con el exterior. Después de la transformación, la ciudad se abre ante ella como un territorio nuevo. Sus recorridos dejan de ser académicos y se vuelven nocturnos, poblados de calles vacías y figuras marginales donde puede saciar su necesidad de sangre.
No le digas a mamá (The Lost Boys, 1987) y Cuando cae la oscuridad (Near Dark, 1987) se alejan de la gran ciudad y reescriben el mito desde el movimiento. En lugar de castillos o mansiones, hay casas rodantes, playas, rutas y ferias. Los vampiros ya no son aristócratas, sino adolescentes o nómadas que viven en los márgenes de la sociedad estadounidense. Ambas películas muestran que el mito se mantiene vivo por la manera en que sus personajes aprenden a desplazarse dentro de él.
Lejos de los Estados Unidos, Cronos (1992) traslada el mito a México. Entre talleres mecánicos, iglesias y edificios industriales, la inmortalidad ya no es un privilegio europeo. Guillermo del Toro encuentra aquí un nuevo tipo de ruina, donde lo moderno y lo antiguo conviven sin jerarquías. El artefacto dorado que le otorga la vida eterna a Jesús Gris (Federico Luppi) pasa de estar oculto en una estatua del arcángel Gabriel a una tienda de antigüedades. Aquí, el vampirismo no nace de una maldición, sino de la obsesión de un alquimista que quiere saciar el deseo de vivir para siempre.
Familia de sangre, familia ensamblada
Tanto en la novela como en la mayoría de las adaptaciones, Drácula convierte a unas pocas víctimas que actúan bajo su dominio. De esta forma, el conde no crea una comunidad, sino que somete a quienes transforma. De igual modo, en El ansia existe una relación de poder disfrazada de deseo. Miriam sabe que el final de sus parejas es siempre el mismo y, aun así, no tiene reparos en seducir a Sarah (Susan Sarandon) para que sea el reemplazo de David.
No le digas a mamá construye una idea de comunidad, un refugio para jóvenes sin rumbo que encuentran en la noche un espacio de pertenencia. Sin embargo, ese sentido de grupo se desmorona al descubrirse que todo responde a una estructura jerárquica, con un “vampiro jefe” que ejerce control sobre los demás y cuya muerte puede revertir la maldición de sus subordinados. La promesa de fraternidad se transforma en dependencia y el mito repite su forma original: un líder y sus siervos, unidos no por elección, sino por dominio.
Por el contrario, en Vampira humanista busca suicida (Vampire humaniste cherche suicidaire consentant, 2023) se ve una unidad familiar con sus propias reglas, modos y preocupaciones. Sasha (Sara Montpetit) no puede beber sangre de la forma “correcta” debido a un trauma de la infancia, lo que la obliga a depender de las bolsas que su madre consigue. No poder cazar equivale a no tener trabajo y a no poder aportar a la economía familiar. Aunque esta historia retrata una familia de sangre literal, otras películas como Casa vampiro (What We Do in the Shadows, 2014) o Crepúsculo (Twilight, 2008) muestran una comunidad ensamblada de vampiros que elige compartir un hogar para tener un espacio de pertenencia.
Criatura de la noche (Låt den rätte komma in, 2008) propone una versión más íntima y peligrosa del hogar. Eli (Lina Leandersson) y Oskar (Kåre Hedebrant) construyen un lazo que, bajo su apariencia de inocencia, se revela manipulador. Ella necesita a alguien que cuide de su existencia diurna; él encuentra en ella la atención que le falta en su casa y la protección que no obtiene en la escuela. La comunidad se reduce a dos personas, sostenida por la complicidad y por una forma de afecto donde el amor y la codependencia se confunden hasta volverse lo mismo.
La sangre brota
A pesar de que el mito pueda ser deconstruido, un elemento persiste: la sangre. Desde los relatos que inspiraron al vampiro contemporáneo, ha sido el medio por el cual se alimentan e infectan a otras personas. Para la mayoría de las representaciones, la sangre simboliza el vínculo directo con la vida y, por extensión, con el alma. Beberla es un acto de profanación, una manera de apropiarse de la fuerza vital ajena. Pero, en algunas de las historias mencionadas, pasa de ser un signo de condena a convertirse en un reflejo de la dependencia. En algunos casos actúa como sustancia adictiva, ligada al exceso y a la pérdida de control; en otros, como expresión de una necesidad biológica que define qué es ser un vampiro.
La adicción a la sangre no responde a una maldición impuesta ni a un impulso demoníaco, sino a un deseo que excede la voluntad. El vampiro adicto se diferencia del clásico porque no disfruta de su condición. La sangre no lo empodera: lo esclaviza y lo vuelve dependiente de su propia necesidad, atrapado en un ciclo que alterna euforia y repulsión.
En Bliss (2019), Joe Begos borra el límite entre la búsqueda de inspiración y la necesidad de consumir. La adicción de Dezzy (Dora Madison) a la droga que da título a la película se mezcla con la sed de sangre, todo al servicio de terminar una obra de arte por encargo. En este caso no hay diferenciación entre el consumo problemático previo a la transformación y lo que viene después: ambos forman parte de una misma dependencia.
Esto se convierte en un punto en común con Adicción, donde Kathleen es transformada durante las etapas finales de su tesis doctoral en Filosofía. Encuadrada como una alegoría del consumo de heroína, la necesidad compulsiva de beber y transformar a otros en vampiros termina siendo la ruina de la protagonista, que muere en una literal orgía de sangre. En Cronos, por otro lado, la dependencia se hace tangible en el artefacto dorado que otorga la vida eterna. Este exige sangre del mismo modo en que una sustancia exige consumo.
En el extremo opuesto, hay películas en las que la sangre no representa una adicción, sino un rasgo natural de la especie. Beber no es un acto compulsivo ni simbólico, sino una necesidad básica. En estos relatos, el vampiro no busca placer ni redención: simplemente sobrevive. La sed deja de ser metáfora del deseo humano y recupera su condición animal, ligada al cuerpo y a la conservación de la vida.
En Vampira humanista…, esa condición natural se presenta como conflicto. Sasha no bebe por voluntad, sino porque su cuerpo lo pide como forma de alimentación. El conflicto surge de la imposibilidad que tiene de alimentarse de la forma correcta. Aquí, el vampirismo funciona no como una maldición, sino como una biología distinta, y el hecho de que sus colmillos no se extiendan en el momento correcto la separa de otros de su clase.
Criatura de la noche cumple una función semejante, pero el entorno la transforma en vínculo. Eli necesita alimentarse y lo hace con una serenidad que contrasta con la violencia del acto. Ella no sale a cazar: Håkan (Per Ragnar) lo hace por ella para intentar preservar la inocencia de su eterna imagen de infante. Esta dependencia, que luego se trasladará de forma paulatina a Oskar, está ligada a la necesidad de sobrevivir y de proteger a quien le provee —o eventualmente le proveerá— alimento.
Los vampiros de Cuando cae la oscuridad llevan esta noción al terreno del grupo. Se mueven como una familia itinerante que se alimenta sin remordimiento. No hay dilemas morales ni voluntad de cambio; su supervivencia depende de la caza y la caza es parte de su naturaleza. El instinto reemplaza la reflexión y la violencia deja de ser una transgresión para convertirse en rutina.
Tanto en las historias donde la sangre se comporta como una adicción como en aquellas donde forma parte de la naturaleza del vampiro, su presencia define el límite de lo humano. En un caso el deseo se vuelve enfermedad, en el otro instinto. Pero en ambos persiste la idea de dependencia. El vampiro puede perder su fe, su castillo o su linaje, pero nunca deja de necesitar aquello que le da continuidad. La sangre sigue siendo el centro del mito y el recordatorio de que toda vida —incluso la inmortal— se sostiene a costa de otra.



