Los que se quedan – The Sacrifice Game
Los que se sacrifican
Por Alejandro Reys
Suele decirse que los géneros cinematográficos funcionan, entre otras cosas, a modo de plantilla; como un esqueleto que admite muchas pieles, sirven de estructura básica para innumerable cantidad de premisas, desarrollos y temáticas diferentes. Recurriendo a determinadas convenciones, nos dan como espectadores ciertas expectativas sobre lo que estamos por ver. Pero, ¿funciona esto también a la inversa? ¿Puede una misma premisa ser abordada por géneros diametralmente opuestos? Y, además ¿qué extraño fenómeno de sincronicidad se tiene que dar para que dos películas, realizadas casi al mismo tiempo y estrenadas con un mes de diferencia, coincidan en infinidad de puntos clave de la trama y aspectos temáticos? Imaginemos por un momento la siguiente situación: alguien cuenta que vio una película ambientada a principios de los años ‘70, donde unos pocos personajes se ven obligados, por distintos motivos, a quedarse y pasar la navidad en un colegio pupilo, mientras el resto de estudiantes y docentes parte para disfrutar de sus vacaciones en familia. Y pregunta si alguien recuerda el título. Probablemente la mayoría pensará en Los que se quedan (The Holdovers, 2023), la comedia dramática de Alexander Payne que tuvo cinco nominaciones al Oscar, incluyendo la de mejor película. Sin embargo, alguien tal vez adepto al terror y el cine menos mainstream, podría imaginar que se refiere a otra película, una que respeta al pie de la letra esa misma premisa y representa una respuesta igual de válida: The Sacrifice Game (2023).
Aún sin profundizar en las respectivas tramas, las similitudes se advierten desde los primeros minutos. Como guiño a los años en los que se ambientan, ambas películas recurren a logos y tipografías de la época e imitan la costumbre, abandonada en la segunda mitad de los ‘70, de colocar el copyright en números romanos durante los títulos iniciales y no al final como sucede actualmente. Algo más específico -y llamativo- resulta el hecho de que comiencen exactamente igual: escuchamos una serie de sonidos sobre una pantalla negra y luego, mediante un fundido, aparece un coro interpretando un villancico navideño. Tras estas introducciones, que establecen el seteo y tono en cada caso, se nos presentan los protagonistas. Y los paralelismos se multiplican. Samantha y Angus, estudiantes de la Academia Blackvale y la Academia Barton respectivamente, se preparan para sus vacaciones, cuando reciben un llamado de último momento. El padrastro a una y la madre al otro, les informan que deberán quedarse en la escuela durante el receso. Esta noticia resulta aún más devastadora cuando descubrimos que tanto el padre de Angus como la madre de Samantha están muertos (o eso creemos al principio). Pero al menos no pasarán navidad en soledad. Porque probablemente la principal semejanza entre estas películas sea que, independientemente de los eventos que se suceden, ambas tienen en el centro de sus respectivas historias a un par de personajes, a priori muy diferentes, que terminarán formando un vínculo.
Ni Angus ni Samantha son, en rigor, los primeros personajes que conocemos. Paul, un estricto profesor veterano y ex-alumno de Barton, y Clara, una chica retraída que guarda un oscuro secreto, son introducidos inmediatamente antes de presentar a los respectivos protagonistas. Y, aunque ocupan diferentes niveles en la escala educativa, evidencian desde un primer momento dos grandes aspectos en común: llevan más tiempo en el establecimiento que los protagonistas y son odiados, o al menos menospreciados, prácticamente por todos. Que sean los primeros en presentársenos no es casual; Paul y Clara simbolizan el peso de la historia y la tradición de estos colegios. Algo que, conforme avance la trama, resultará aún más notorio por otra increíblemente específica coincidencia: ambos mantienen un vínculo oculto con la institución, que les impide alejarse de ella. Pero, a pesar de mostrarse inicialmente hostiles, la relación que entablan tanto Clara con Samantha como Paul con Angus será clave para romper esta atadura. El diálogo final de cada película, donde los jóvenes protagonistas repiten irónicamente el lema de la escuela, enfatiza esto, funcionando a la vez como cierre de los arcos narrativos y como enunciación crítica de estos establecimientos. No parece accidental tampoco que ambas películas se ubiquen durante la guerra de Vietnam (que juega un papel fundamental en las historias) y justo antes del escándalo de Watergate; un período durante el cual EE. UU se empezaba a cuestionar muchas de las instituciones tradicionales.
Estas entidades educativas ficticias no podrían existir, además, sin una dimensión edilicia que las sostenga; algo que en ningún caso pasa desapercibido. No es arbitrario, por ejemplo, que Jenn Wexler decida filmar The Sacrifice Game en una antigua abadía o que en Los que se quedan se hable del colegio en términos de prisión, ya que, como diría Foucault, estas instituciones (la escuela, la cárcel, el convento) comparten un programa en común. También sobrevuela en ambas películas un comentario sobre los padres “abandonando” a sus hijos en estos lugares; Angus utiliza incluso la expresión “almacenar”, como si de depósitos se trataran. Las referencias a lo espacial, tanto verbales como visuales, resultan constantes. Algo que podría emparentarlas indudablemente con El resplandor (The Shining, 1980), como la cita más directa si pensamos en unos pocos personajes aislados en un edificio inmenso, pero de lo cual existen varios ejemplos, tanto en el terror como en la comedia dramática: Halloween: H20. 20 años después (Halloween H20: 20 Years Later, 1998) y February (2015), coincidentemente, suceden en colegios pupilos prácticamente vacíos, mientras que El club de los cinco (The Breakfast Club, 1985) en una escuela secundaria en iguales condiciones. Porque otro punto en común que comparten estas dos películas, entre sí y con estos ejemplos, es que utilizan la arquitectura de forma narrativa, con idéntica intención: contrastando unas pocas personas contra un espacio enorme, pensado para muchos más habitantes, enfatizan la soledad de los personajes.
Siempre que vemos una película tenemos algún tipo de expectativa. Pueden ser buenas o no tanto, pueden provenir de un comentario, del póster o de la sinopsis. Podemos esperar llorar con un drama sobre un tema sensible o sufrir un golpe de adrenalina con un thriller de acción. Con lo nuevo de un director consagrado como Alexander Payne, podemos esperar el tono de comedia agridulce de sus anteriores trabajos. O incluso tratándose apenas de la segunda película de una directora novel como Jenn Wexler, podemos especular sobre si continuará o no el camino de su ópera prima. Cualquiera de estas expectativas, por supuesto, pueden verse satisfechas o truncadas; es posible inclusive que el subvertirlas sea lo que nos termine cautivando. Menos probable es, seguramente, que esperemos encontrar en películas que se presentan, en los papeles al menos, como absolutamente diferentes, cuestiones en común. The Sacrifice Game y Los que se quedan son eso; ese momento de sincronicidad cósmica donde dos obras abordan, al mismo tiempo y con dispositivos narrativos equivalentes, temas similares, de formas radicalmente opuestas. Podemos, como en cualquier otro caso, ver simplemente un drama con notas de humor y una película de terror entretenida. Pero también podemos raspar la superficie y encontrar varias ideas en común sobre la soledad, los vínculos, el sentirse excluido y el ser contestatario de las tradiciones anquilosadas. Y ahí todo se puede volver más interesante. Solamente hay que estar alerta a las coincidencias.