
La niña santa Por Tamara Rey
Helena (Mercedes Morán) se sumerge en un estado de libertad, seducción y deseo mientras suena #Cara de gitana#, lo exterioriza bailando (sólo por unos segundos y en un espacio amontonado), una bella niñita le copia al mismo tiempo la danza liberadora mirándose al espejo mientras un niño las observa complacientemente, más atrás alguien sentado viendo otra cosa.
En la obra cinematográfica La niña santa (2004) de Lucrecia Martel se exponen los antihéroes y desalineados que van y vienen entre pasillos y habitaciones adentro de un hotel, se proyecta un tinte gris buscando acertadamente generar una especie de clima empobrecido, de encajonamiento de vida, un coral de historias reflejando los diferentes escalones de clases sociales, creencias, pero más aún representando el deseo por parte de cada uno de ellos de que algo más suceda en sus vidas.
En la historia de Martel algunos se amontonan en habitaciones y no se descifra muchas veces cuál vínculo existe verdaderamente entre algunos de ellos pero eso no importa porque lo atrayente es ver de qué modo viven e intentan tal vez escapar. Algunas escenas me recordaron a la película Feos, sucios y malos (Brutti, sporchi e cattivi, 1976) en la cual si bien la trama se desarrolla en una villa miseria en Roma y cuyo protagonista interpretado por Nino Manfredi integra todos los vicios humanos posibles (de paso no dejar de mencionar la excelencia del personaje de Dr. Jano (Carlos Belloso) en «La niña santa» de jugar a ser un médico profesional, de familia y paralelamente ser un pervertido y mísero hombre), en la película italiana el concepto de pobreza (y en todas sus dimensiones) arraza, por eso aclarar no refiero a ese tipo de jaula de jardin de infantes de Ettore Scola sino al encierro de tener que sobrevivir a veces a una vida vallada por otros.
En Las mil y una (2020) dirigida por la argentina Clarisa Navas narra una historia contada en los recovecos de un monoblock en un barrio de Corrientes, las dos jóvenes muchachas deben lidiar en un mundo de disidencias para sentirse libres. La amistad y el deseo es una manera de resistir, un universo de mujeres como lo es en La niña santa, esa complicidad entre Amalia (María Alché) y Josefina (Julieta Zylberberg). Un universo donde mujeres también envuelven a otras mujeres: “Mamá un día te voy a envenenar» le dice la hija a Mirta (Marta Lubos) en la cocina del hotel y esta le responde: «No vas a conseguir empleo como cocinera».
Mujeres que van en busca de algo más, la jovencita María (Marina Fasoli) sale todos los días con sus únicas botas de lluvia color amarillo aunque no llueva en Feos, sucios y malos, Iris (Sofía Cabrera) rebota su pelota en el piso por las vueltas de su barrio en Las mil y una, Amalia confía en que una misión encomendada por Dios ha llegado a su vida y por eso se dirige a un encuentro sensual en La niña santa.
Amalia y Josefina se detienen a contemplar a un hombre tocando el thereminvox (es un instrumento musical electrónico que se controla sin contacto físico entre el intérprete y el instrumento, inventado por el físico ruso León Theremin en 1920. El instrumento tiene dos antenas metálicas que detectan la posición de las manos del intérprete) No creo sea casual añadir este instrumento en medio de la escena más erótica y mística y en donde también hay una especie de amontonamiento.
El final en La niña santa es intrascendente, lo que trasciende son las historias, así sean caminando, percutiendo, danzando u orando. «Sustraer el final le da una oportunidad al espectador mucho más interesante. La gente, sobre todo la más reaccionaria, desea que alguien les diga cómo son las cosas…» revela Martel.
Una coproducción de Argentina, España e Italia y filmada en la provincia de Salta, la directora agradecida a la producción de Lita Stantic y a los hermanos Almodóvar que no se metieron jamás con su visión artística. El filme fue invitado al Festival de Cannes y nominado a cuatro Cóndores de Plata. Vivir en el antiguo Hotel Termas de Salta (increíble locación) es un gran fragmento en la historia de la directora Lucrecia Martel, dice la directora: “Yo iba ahí cuando tenía 8 o 9 años, tuvo un período de esplendor con la aristocracia argentina de principios de siglo. Fue uno de los lugares más sensuales en los que estuve. Andar por ahí, en un lugar tan grande, daba una sensación de libertad, de cosa prohibida (…) Ahora siento algo parecido, pero con una máscara un poco horrenda. Es sensualidad, pero tiene algo tétrico, todos los que estuvieron ahí dijeron que había que hacer una película de terror»