
Los soñadores: Un poco de amor francés Por Mariana Dimant
A diferencia del resto de su filmografía, para los créditos iniciales de Besos robados,(1968) François Truffaut introdujo una dedicatoria y una referencia visual que se relacionan directamente con los hechos que se vivían en París durante el rodaje de su film: la dedicatoria, escrita de su puño y letra, ofrece la película a Henri Langlois, fundador y director de la Cinemateca francesa; mientras que la referencia visual es el portón de la misma entidad en el Palacio de Chaillot, donde se lee en un aviso, que se encuentra cerrada hasta futuras noticias.
En esa misma época -y en ese mismo portón-, parece estar encadenada Isabella, una de las protagonistas de Los soñadores (The dreamers, 2004) del cineasta italiano Bernardo Bertolucci. Ella y su hermano mellizo Theo, más un joven norteamericano que conocen allí, Matthew, son parte de un enorme grupo de cinéfilos que, en febrero de 1968, se agolpó alrededor de la Cinemateca para protestar por la destitución de Langlois. Tal resolución había sido desencadenada por una lucha de poderes en la que estaban involucrados el presidente de la Cinemateca y el propio Ministro de Cultura. Truffaut interrumpió el rodaje de Besos robados para participar activamente en las protestas, que llegaron a un punto culminante en febrero, cuando la policía se enfrentó a los cerca de 3000 manifestantes agrupados alrededor del Palacio. Mayo del 68 se había anticipado unos meses para la comunidad del cine, que por medio de presiones, cartas de solidaridad de directores y de actores alrededor del mundo -más las virulentas denuncias del grupo de Cahiers du Cinéma en otros medios periodísticos-, logró que se restituyera a Langlois en su cargo a finales de abril.
Bertolucci ha querido capturar esa época en su film, con una combinación de elementos interesantes: ser joven, ser cinéfilo, estar en París y vivir en 1968. Pero Los soñadores no es una película histórica. Las protestas político culturales subyacen como telón de fondo, como motivo que da inicio a la relación entre Isabella (Eva Green en su debut en el cine), Theo (Louis Garrel), y Matthew (Michael Pitt) que es el verdadero tema del film. El director hace, sin duda, un homenaje a la época y a la sobredosis de cine en la que muchos vivían. Como si de un alucinógeno se tratara, las imágenes de la gran pantalla los excitan, los hacen fantasear, los transportan. Un atractivo modelo a seguir, eso era el cine para ellos.
En su cinefilia, no veían otra representación válida; buscaban transgredir lo establecido por la realidad dominada por sus mayores, querían ser como los actores y estrellas que admiraban, buscaban recrear las escenas de sus películas favoritas, discutir de cine, pensar en el cine, emborracharse de celuloide.
Observamos las actitudes de los tres jóvenes más como personajes de un film, interpretando un rol, víctimas del contagio de una seductora enfermedad transmisible por contacto ocular.
Bertolucci se solaza en mostrarnos ese frenesí en que deambulan, intercalando al trío protagonista con clips de las películas que evocan, en un bello montaje. Alcanzamos a vislumbrar qué tanto tenían tatuado el cine en la piel cuando los tres corren por el Louvre, tratando de romper el récord de tiempo establecido por los personajes de Bande á part (película de 1964).
Se pelean por la preminencia entre Chaplin y Keaton, en el reinado de la comedia muda o se trenzan en adivinanzas imposibles, que involucran a Reina Cristina, La venus rubia o Scarface . Aparte de vivir, imitan, representan, sueñan. Lo decía Eric Rohmer, recordando su época como escritor de cine: “No vivíamos la vida, era la pantalla, eran las películas, era discutirlas y escribir sobre ellas”. Pero, toda filia tiene su borde extremo y Bertoluccci lo sabe. Desde su nombre Los soñadores, es una obra que retrata a jóvenes que en parte juegan a apartarse de la realidad en que viven y a entregarse a unos juegos privados, sensuales, sexuales y lúdicamente perversos, a los que el cine, acaso por lo menos, ha convocado con la Cinemateca cerrada. Parecen haber perdido el cable que los ha unido al mundo y se encierran en sí mismos, y entre sí, adentro del enorme departamento que los padres de Isabella y Teo dejan a su cuidado.
Como se mencionaba, el episodio de las protestas alrededor de la Cinemateca no era solo una muestra del contexto: Bertolucci se ocupa de que los actores Jean Pierre Léaud y Jean Pierre Kalfon recreen la activa participación que tuvieron realmente en esos días. El cine refleja el mundo de su director, podríamos decir, no necesariamente el mundo real; pero el registro de lo sucedido social y políticamente, es cuidado y comprometido.
El film es una crónica sobre tres personas que vivían allí y que compartían un nexo especial y complejo. Como en Ultimo tango en París (1972), del mismo realizador, el aislamiento de los personajes es el detonante que los lleva a explorarse en un juego que conduce a Isabella y a Theo hasta los límites del incesto. Matthew es iniciado en un despertar sexual que al principio lo embriaga pero que después rechaza, cuando las cosas van tomando rumbos menos diáfanos. Sin embargo, a diferencia del film con Marlon Brando y María Schneider, la actitud del cineasta hacia la conducta de los personajes de Los soñadores es muy compasiva, sin juzgarlos o criticarlos. Y esa misma actitud es la de su mirada: la cámara, con su paleta sensual, embellece sus actos, en la que hay más una complacencia estética que un acercamiento fiel a lo real. La realidad aparece solo cuando los padres de los mellizos vuelven a casa y los encuentran a los tres dormidos, entrelazados en medio del caos en que han convertido la casa, y que solo ahora parecemos percibir.
Saliendo todos del ensueño hipnótico en que estábamos, -asi como ellos se despabilan por un ladrillo que rompe su ventana, disparado por los manifestantes que invaden la calle-, el cineasta nos despierta del sueño juvenil que compartíamos.
Entonces, nos damos cuenta ahora, veinte años después, que la película nos condujo a recordar (o a imaginar) que a fines de la década de los 60, todo era posible; que las utopías políticas y culturales eran viables, que la revolución parecía estar cruzando la calle. Y también que sexo, política y cine era una combinación precisa, ambiciosa… pero tal vez alcanzable.
Bertolucci ofrece un fresco de época, donde el amor libre, las ideologías y las tendencias culturales podían converger casi de manera mágica. El cine desde el año dos mil, raramente se ocupa de utopías o ideologías. Cabría preguntarse si aún existen utopías revolucionarias, qué formas han adquirido y cómo se las podría ficcionalizar.
Tampoco suele mostrarse, en historias para la pantalla grande, el erotismo o las exploraciones y los límites del deseo entre familiares, con belleza, lirismo y seriedad como en este film. Es complejo el tratamiento de estos temas aún tabú, sin caer en el terreno de lo siniestro, el terror, o el consumo irónico.
Esencialmente, el armonioso collage formado por retazos de sexualidad joven, homenaje cinéfilo y nostalgia revolucionaria no serían intereses que convoquen a la mayoría de los cineastas del nuevo milenio, cuya mirada se inclina a enfocarse más hacia el mercado que al arte.