Butch Cassidy and the Sundance Kid: Promesas del oeste por Alejandro Reys
“Probablemente sea un éxito; tiene un gran título y un atractivo estelar para una amplia audiencia. (…) Sin embargo, éxito o no, creo que lo que esta película representa está acabado”. Así se refería Pauline Kael, en una crítica lapidaria, a Butch Cassidy (Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1969), tres días después de su estreno. Nombrada poco antes por la revista Time como una de las voces más importantes de la crítica estadounidense, Kael llevaba, no obstante, varios años destrozando cada película comercial que quedaba al alcance de su pluma (lo cual le valió su salida de la publicación McCall’s), así que quizá su lectura guardara cierta animosidad. Pero no fue la única; al contrario. La revista Time la definió como absurda y anacrónica, comparándola con un capítulo de la serie Batman, mientras que la reseña del Chicago Sun-Times (a cargo de un joven Roger Ebert), como lenta y decepcionante. Incluso aquellos textos más favorables resaltaban su aspecto pasatista, describiéndola básicamente como una película entretenida sin mayores pretensiones. Fuera porque era más rupturista (e incluso profunda) de lo que se le reconoció en ese momento, fuera a fuerza del carisma de sus protagonistas, lo cierto es que Kael acertó en algo: la película fue un éxito rotundo. Pero el tipo de entretenimiento que representaba, del cual ella renegaba, estaba lejos de estar agotado. Todo lo contrario de hecho, estaba a unos años de estallar con más fuerza que nunca.
Durante los créditos iniciales de Perdidos en la noche (Midnight Cowboy, 1969) Joe Buck, vestido de cowboy, abandona su pequeño pueblo de Texas para probar suerte en Nueva York. En su camino pasa frente a un cine devenido en mueblería, donde se adivina que alguna vez se proyectó El Álamo (The Alamo, 1960) por las pocas letras que quedan en la decrépita marquesina. Ese mismo año Temple de acero (True Grit, 1969) le daría a John Wayne su primer y único Oscar, por interpretar a un antihéroe borracho, cansado y de moralidad dudosa. La época dorada del western, dos décadas durante las cuales el número de producciones superó al de todos los demás géneros combinados, había terminado. Algo acelerado en parte por la caída del código Hays y su serie de estrictas normas morales. Sin las ataduras de la censura autoimpuesta, hacia fines de los ‘60 surge un revisionismo del género, por parte de directores como Arthur Penn, Sam Peckinpah y Robert Altman, que difumina los límites claros entre el bien y el mal y abandona la visión romantizada de la “conquista del oeste”. William Goldman era sin duda consciente de todo esto al escribir el guion de Butch Cassidy; dos criminales carismáticos nunca hubieran tenido lugar en Hollywood a principios de la década. Pero, a diferencia de la visión en general más pesimista abordada por los demás revisionistas, Goldman decidió adoptar otro enfoque. Y crear todo un nuevo subgénero.
Según cuenta la anécdota, cuando Goldman puso el guion a consideración de los estudios por primera vez sólo uno estuvo interesado, con la condición de que los personajes no huyeran a Sudamérica. Cuando protestó diciendo que así había sucedido, el director del estudio le respondió: «Me importa una mierda. Solo sé que John Wayne no se escapa». Viendo la película, sin embargo, no da la sensación de tener precisamente un gran apego por los hechos. Pareciera más bien que Goldman usó ese aspecto de la historia como excusa para alejarse de las convenciones del western. Lo que lo llevó, involuntariamente, a delinear las bases de algo que en los ‘80 se volvería muy popular: la buddy movie. Butch Cassidy se convirtió en el modelo de historia sobre una pareja de personajes envuelta en algún tipo de aventura, que debe escapar y/o enfrentar una serie de peligros. Y entre los principales motivos de esto está, precisamente, una licencia histórica: convertir a dos asesinos despiadados en afables bandidos, que mantienen el humor en las peores circunstancias y hasta la última línea de diálogo. Es interesante, en ese sentido, la comparación con un caso similar del mismo año, La pandilla salvaje (The Wild Bunch, 1969). Los desenlaces son idénticos: en la plaza de un pequeño pueblo, los protagonistas se encuentran rodeados y ampliamente superados en número. Pero mientras Peckinpah es brutal y pesimista, Butch y Sundance son heroicamente inmortalizados en un fotograma congelado.
Dicho plano final sintetiza, además, otro de los motivos del éxito de Butch Cassidy: su dimensión formal. No todo es mérito de Goldman; el director George Roy Hill interpretó perfectamente el material, complementando la desviación temática con respecto al western con una desviación de tono equivalente. La película es, por empezar, decididamente anacrónica. El vestuario, la música, los diálogos y hasta los peinados, evidencian que es un producto de su propia época y no de aquella que supuestamente reproduce; algo que parte de la crítica reprobó en su momento, decepcionados quizás ante la espera de un exponente más tradicional del género. Como mucho del cine de Hollywood del momento, influenciado por la nouvelle vague, incorpora también modernas operaciones de estilo, como el uso de la cámara lenta, dramáticos zooms y efectos de montaje. Durante la secuencia de la bicicleta, por ejemplo, al pasar frente a unas maderas una rápida sucesión de cortes remite al efecto de zoótropo. Lo cual conecta también con otro aspecto provocador: la autoconciencia. Ya los créditos iniciales muestran la historia de los personajes proyectada como en un cine, culminando con una leyenda cuyo sentido retomaría Fargo (1996) años después: “La mayoría de lo que sigue es verdad”. Pero más llamativo aún es cuando, hacia la mitad de la historia, Etta dice a los protagonistas que no está dispuesta a verlos morir. Y agrega “Me perderé esa escena, si no les importa”, haciendo expresa referencia al final.
En su crítica, Roger Ebert se queja de que una premisa prometedora termine “desafortunadamente enterrada bajo millones de dólares (…) que arruinan el espectáculo”; algo que achaca a la presencia de Paul Newman como protagonista. Pero la 20th Century Fox ya había decidido tomar ese camino mucho antes. Si, las decisiones de casting no fueron arbitrarias: Newman era una superestrella y tanto Robert Redford como Katharine Ross, recientemente nominada al oscar por El graduado (The Graduate, 1967), eran figuras en ascenso (de una lista tentativa de nombres que incluyó a Steve McQueen, Warren Beaty, Marlon Brando, Jacqueline Bisset y Natalie Wood). Tampoco fue casual, por ejemplo, elegir para la banda sonora a un compositor de música pop que estaba alcanzando el pico de su carrera. Pero la intención de conseguir un éxito de taquilla existía mucho antes, cuando compraron el guion por más de 400.000 dólares (casi 4.000.000 al día de hoy), el más caro jamás vendido hasta ese momento. Peter Biskind afirma que una condición sine qua non para un blockbuster es que sea “todo para todo el mundo”. El guion de Goldman era exactamente eso: tomando unos personajes preexistentes, se presentaba como parte de un género aún relativamente popular y mezclaba aventura, comedia, acción y romance. Aunque faltaba más de un lustro para que Tiburón (Jaws, 1975) pusiera en marcha la máquina de hacer blockbusters, Butch Cassidy ya usaba alguna de las piezas de su motor.
La fórmula dio resultado. Aún con reseñas desfavorables, en una época en que la crítica influía considerablemente, fue la película más taquillera del año; recaudó más de 100 millones de dólares solo en E.E.U.U. (cerca de 17 veces su presupuesto), generando dos secuelas: una en 1976, centrada en el personaje de Etta Place, y otra en 1979, la primera precuela promocionada como tal. Pero no solo fue un éxito comercial. Obtuvo siete nominaciones al Oscar (incluidas mejor película y director), ganando cuatro, y mantiene aún hoy el récord de premios BAFTA, habiendo vencido en las nueve categorías en las que compitió. Además de consolidar a Newman como estrella, catapultó definitivamente la carrera de Redford, quien en 1991 renombró el festival de cine independiente fundado por su compañía como Sundance Film Festival, en honor al personaje. Pero probablemente su mayor logro sea haber calado tanto en la cultura estadounidense y el cine. Influencias, guiños y referencias pueden encontrarse en filmografías tan diversas como las de Guy Ritchie, John Woo, Richard Donner, Kevin Smith, Danny Boyle, Oliver Stone, Christopher McQuarrie, Sam Raimi, Steven Spielberg, Michael Bay, Ridley Scott… la lista es interminable. David Fincher, por ejemplo, confiesa que verla de niño lo hizo querer ser director. Y es una vigencia cultural que aún mantiene: a fines del 2022 Amazon anunció una serie inspirada en la película, con Regé-Jean Page y Glen Powell, dos de las jóvenes estrellas del momento.
“Esta transición a los años setenta quizá sea el período más interesante y confuso de la historia del cine estadounidense”, afirma Pauline Kael en un texto donde celebra películas como Perdidos en la noche, Busco mi destino (Easy Rider, 1969) o El restaurante de Alicia (Alice’s Restaurant, 1969), aunque “torpes” y “confundidas”, por su intento de expresar algo, mientras define a Butch Cassidy como “un vacío glorificado”. No obstante, detrás de las estrellas, la comedia y las espectaculares escenas de acción, sin duda la película da cuenta de esa transición. Al igual que el cine de esa época, sus personajes se enfrentan a un cambio de siglo sin saber del todo cómo responder. Hay incluso quienes vieron en el escuadrón que los persigue una metáfora de la autoridad gubernamental durante esos años de protesta anti-guerra. Peter Biskind, de hecho, equipara el final con los de Bonnie y Clyde (Bonnie and Clyde, 1967), La pandilla salvaje y Busco mi destino. Si, seguramente no profundice tanto en esos temas como en otros casos, pero están ahí para quien quiera encontrarlos. Y, más allá de sus evidentes aspiraciones comerciales, se atrevió a abordar el género más característico del Viejo Hollywood y reinterpretarlo con los códigos formales del Nuevo Hollywood que estaba naciendo. De estrenarse hoy, en un panorama actual donde la chatura temática de los tanques también invadió completamente lo formal, probablemente sería considerada una película “de autor” ¿Pensaría lo mismo Pauline Kael?